La represión a los intelectuales antes del Gran Terror

[Este texto ha sido escrito junto al Dr Josep Sánchez Cervelló y forma parte de un libro colectivo de próxima aparición]

“Se ha acabado este año maldito. ¿Qué nos espera ahora? Tal vez atrocidades aún mayores. Sí, seguramente será eso lo que nos espera”.

Iván Bunin. Días malditos (Un diario de la Revolución). 1 de enero de 1918

 

La cita inicial de este estudio es el comienzo del libro Días Malditos, de Iván Alexeiévich Bunin (1870-1953). Se trata de uno de sus textos más sociológicos (etnometodológico, más exactamente), en el que se recogen las impresiones de una multitud de actores, unos anónimos, otros de su entorno, acerca del presente que concurre con los acontecimientos de la Revolución bolchevique. Bunin, primer escritor ruso en recibir el Premio Nobel de Literatura (1933), forma parte del elenco de escritoras y escritores que fueron represaliados por el régimen comunista por el hecho de no ser suficientemente entusiastas con los avances de la Revolución Rusa (RR, en adelante) o por manifestarse abiertamente contrarios a la misma.

La represión ejercida por los bolcheviques no se hizo esperar. Pruebas bien explicadas de esta represión fueron la Rebelión de Tambov (1920-1922), que supuso uno de los mayorelevantamientos del campesinado contra los bolcheviques o la Rebelión de Kronstadt, el alzamiento de los marinos soviéticos de la isla de Kotlin en 1921. El argumentario en el que se basó dicha represión fue básico: los enemigos del pueblo fueron todos aquellos que no mostraron suficiente entusiasmo con los postulados revolucionarios. Ni tan siquiera se salvaron de esta represión los intelectuales afines que fueron perdiendo la disposición de ánimo tras observar los acontecimientos de los primeros meses revolucionarios. A partir de diciembre de 1917 se crearía la comisión extraordinaria para la lucha contrarrevolucionaria, el germen de la sistematización posterior del aparato represivo bolchevique.

El propio Lenin reconocería en una conversación privada a Fernando De los Ríos, socialista español que había sido enviado  en 1920 por el PSOE para conocer in situ la realidad de la Revolución, que sería necesario un período de tiempo prolongado para someter las voluntades de la mayoría de la población refractaria a la revolución.

La RR contradecía la idea marxista de la acumulación de fuerzas obreras contra el capitalismo, sencillamente porque Rusia no era un país de obreros, sino de campesinos, y tampoco su economía era industrial, sino feudal. Como un cruel destino paralelo, otra contradicción, en términos del materialismo histórico, acabaría sucediendo años después con la acomodación de la clase obrera alemana al sistema que los espartaquistas de Rosa Luxemburg querían superar. Lejos de levantarse en armas contra los capitalistas, la masa obrera industrial alemana no sólo no daría apoyo suficiente a la revolución roja sino que una buena parte abrazaría el nazismo. El análisis de esta contradicción fue lo que llevaría a generar, posteriormente, la denominada Escuela de Frankfurt, cuyos componentes mayoritariamente fueron intelectuales alemanes judíos que huyeron de la persecución nazi.

Pero volvamos al relato que nos ocupa. Fuentes (2017)[1] añade que en aquella entrevista, De los Ríos inquirió a Lenin sobre la libertad en el nuevo régimen, a lo que el líder revolucionario contestó “Libertad, ¿para qué?”. La posterior represión, agudizada, la de la época estalinista (el Gran Terror) fue la previsible e inevitable continuación de la represión ejercida por los bolcheviques ya en los años de gobierno de Lenin. La historiografía ha mostrado esa solución de continuidad, desmintiendo la interesada descripción histórica de un antes y un después, esto es de un antes leninista épico, necesario y liberador, y de un después estalinista  desviado, oscuro y represivo. Nada más lejos de la realidad. La maquinaria represiva comunista fue desde el inicio la forma política de control social sin la cual la RR no hubiera triunfado. Según Fuentes (2017: 10):

“(…) la persecución del adversario había sido ya masivamente practicada por el fundador de la Rusia soviética, quien consideraba indispensable la eliminación de los enemigos de la revolución para que esta pudiera culminar su labor redentora. Así pues, aunque el georgiano llevó el terror hasta extremos nunca vistos, había un discurso legitimador y un férreo aparato represivo que venían ya de la época anterior. ¿No se había lamentado Lenin de que su gobierno era demasiado moderado, que parecía de gelatina en vez de mostrarse duro como el hierro? Pues ahí estaba Stalin (‘Acero’), discípulo aventajado, para darle el rigor implacable que, según Lenin, le había faltado en los años anteriores”.

O sea, en la matriz de la RR, en el esquema mental del orden concebido por los revolucionarios, o al menos por los que acabaron siendo los dirigentes de la misma, la libertad no era un objetivo ni inmediato ni necesario.  En opinión de Yelena Zhemkova, directora ejecutiva de la organización Memorial, “algunos dirán que los arrestados eran pocos, que el gran terror vino después, pero las raíces y el enfoque ya estaban en los orígenes”[2]. ¿Sería esta la razón por la que poetas tan jóvenes que inicialmente abrazaron impetuosamente la Revolución decidieran acabar con sus vidas tan tempranamente, como Serguei Esenin (1895-1925) (el poeta campesino, según Gorki) o Vladimir Maiakovsky (1893-1930)?

El terror formaba parte consustancial de la RR. El terror fue anterior al gran terror. Y formó parte como un ingrediente más de la victoria final de la revolución de los soviets. El terror no fue ajeno a ella, ni circunstancial, ni un “mal necesario” y “pasajero”, sino que formó parte de un proyecto totalitario que fue alcanzando la forma final de la dictadura del proletariado que había preconizado Marx y Engels en sus escritos, particularmente en el Manifiesto comunista. El terror formaba parte de la escena de las relaciones políticas entre las clases sociales, antes ejercido fundamentalmente en una sola dirección y que ahora volvía las tornas. Pero el terror no fue solo una forma de dominación de determinadas clases sociales que podrían abortar la incipiente revolución, sino que enseguida se convirtió en la forma de control social que dominaría todo el régimen comunista hasta su colapso. Y como tal forma de control se extendió a toda la población. Anna Ajmátova lo refleja preclaramente en el prólogo de su Réquiem en esta poesía-diálogo:

“Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los labios morados de frío– que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros)[3]:

¿Y usted puede dar cuenta de esto?

Yo le dije: Puedo

Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.” [4]

El historiador Viktor Zemskov[5] cifra en 2,5 millones las detenciones en el período del “gran terror” (1937-1938) y en 800.000 las personas fusiladas entre 1921 y 1953, cifra que queda englobada en los más de 4 millones de personas que fueron inculpadas por «actividad contrarrevolucionaria y otros crímenes graves contra el estado». A la cifra de fusilados habría que añadir las aproximadamente 600.000 muertes producidas en los centros de internamiento, cárceles y gulags, por lo que una estimación (quizás conservadora) resultaría en 1,4 millones de personas aniquiladas directamente por la máquina de la represión comunista. En el programa estatal de la construcción del “hombre nuevo” parece que el excedente humano era evidente.

Desde los inicios, una parte importante de los esfuerzos represivos fue la dirigida hacia los y las intelectuales rusos. Esto tenía un efecto simbólico importante. No hay que olvidar que el contexto del inicio del siglo XX es el de las vanguardias y que en el caso ruso muchos intelectuales vanguardistas ya habían sido expulsados, exiliados o simplemente habían emigrado a grandes ciudades europeas activamente vanguardistas como Viena o París durante la época zarista. Una buena parte había viajado por Europa occidental y había entrado en contacto con los movimientos de ruptura canónica en todas las artes, movimientos que trascendían el hecho artístico para situarse en el terreno de lo político. Y también algunos de ellos habían vuelto a la Rusia convulsionada por la Gran Guerra y por el inicio de la Revolución, atraídos por la construcción de un orden nuevo que prometía liberar del yugo feudal a la nación. Sin embargo, estos intelectuales retornados se encontraron con un inesperado recibimiento por parte de los revolucionarios rusos: no fueron bienvenidos, de hecho estos recelaban en buena medida de lo que procedía de Occidente y las denominadas vanguardias no dejaban de ser un producto más de ese orden caduco burgués. Este anti-occidentalismo se había visto reforzado por la agresión de los ejércitos napoleónicos, agresión que modificó la percepción que en Rusia se tenía del pensamiento europeo (recordemos que Catalina II fue inicialmente favorable a la Ilustración y ejerció de mecenas de Voltaire y Diderot). Sin embargo también hubo una parte de la sociedad rusa que cultivó lo que podríamos denominar como Ilustración rusa (de la que sería partícipe la familia de Lenin) y que sería el fruto de movimientos aperturistas en el terreno de la literatura y el arte en general[6].

Por tanto, este tipo de intelectuales fueron clasificados enseguida como intelectuales refractarios al pueblo, pequeñoburgueses y occidentalizados y occidentalizantes, enemigos a batir por lo peligroso de sus ideas y por la posible influencia que pudieran tener en otros intelectuales “interiores” (no tanto en un pueblo que mayoritariamente era analfabeto).

Durante los últimos años de la Rusia zarista y en los primeros de la soviética también se crearon vanguardias propias que fueron tras la revolución minuciosamente escrutadas para ver si podían ser asimiladas y formar parte de la construcción de la cultura popular soviética. En algunos casos, este proceso fue exitoso, en la mayoría chocó con la resistencia de las personas que las formaban o cuando menos con la indiferencia, otra actitud también sospechosa en el nuevo régimen.

Así, un grupo de intelectuales inmediatamente represaliados fue el de los vanguardistas rusos denominados los acmeístas, que se opusieron a la violencia revolucionaria desde el inicio, denunciando los desmanes y la falta de control de los guardias rojos, los ajustes de cuentas y la instauración de un régimen político completamente ajeno al ideal de democracia. A este grupo perteneció el propio Iván Bunin al que ya hemos hecho referencia al inicio o el escritor Ósip Mandelstam y su esposa Nadiezhda Mandelstam, Evgeny Nikolayevich Chirikov (1864-1932) (autor de La bestia del abismo) y exiliado en Praga donde moriría; Ekaterina Kuskova (1869-1958), publicista y periodista que propuso el 16 de febrero de 1918 dejar de publicar los periódicos como señal de protesta ante la censura bolchevique; Sergei Petrovich Melgunov (1879-1956), historiador y publicista que fue sentenciado a muerte en 1919 y la pena conmutada por prisión. Fue liberado en 1921 y obligado a exiliarse en 1922 (autor del estudio El Terror Rojo en Rusia); Lidia Yavorskaya (1871-1921), actriz y fundadora del Teatro Nuevo de San Petesburgo, marchó al  exilio en 1918. Intelectuales de origen aristocrático como Nikolai Aleksándrovich Berdiáyev (1874-1948) que, a pesar de ser marxista y de su participación en actividades revolucionarias, nunca asumió como suya la revolución bolchevique y tuvo que exiliarse en Alemania primero y en Francia después.

Y aún podemos señalar a un tercer grupo de represaliados, el formado por intelectuales “desviados”, aquellos que en inicio adoptaron una posición favorable e incluso militante a favor de la Revolución pero que paulatinamente fueron cuestionando las prácticas de la misma. Este tipo de intelectuales engrosó los números de la represión de la época estalinista y nutrió los campos de exterminio conocidos como Gulags, y dados a conocer al gran público por el escritor Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008, y premio  Nobel de literatura 1970), en su libro Archipiélago Gulag, donde narra su experiencia en los campos de trabajos forzados desde 1945 a 1956. No escapó a esta vorágine represiva el propio Anatoly Lunacharsky (1875-1933), comisario de educación y cultura en los primeros años de la revolución y embajador en España (1930) y en la Liga de las Naciones. Tras su muerte, su nombre fue borrado de la historia del Partido Comunista y prohibidas sus memorias, para ser posteriormente rehabilitado durante los años sesenta. El propio Lunacharsky reconocería en 1927 que los artistas consagrados rusos no brindaron su apoyo a la revolución rusa, emprendiendo la huida del país algunos (iniciando así, un movimiento conocido después como literatura rusa en el exilio), mientras que otros se quedaron en una especie de ostracismo interno que les prohibió ejercer su profesión, en el caso de la literatura se les prohibió publicar durante décadas.

Aunque hay que señalar un matiz importante en dicha represión que comportó, visto ahora en perspectiva histórica, una mayor ignominia, si cabe, para con los intelectuales. Por un lado la violencia y las ejecuciones físicas fueron el procedimiento ampliamente ejercido por los Guardias Rojos sobre los militares, jueces, religiosos y aquellos considerados burgueses y terratenientes que sostenían el viejo orden zarista.

“Llegó D. Vino huyendo de Simferópol. Según dice, allá se ha desatado «un horror indescriptible», y soldados y obreros «van de sangre hasta las rodillas». A un anciano coronel lo asaron vivo en la caldera de una locomotora” A. Bunin, Días Malditos, pág. 15

Pero a la intelectualidad disidente le esperaba otro destino, igualmente fatal en muchos casos, el de la reeducación en campos de concentración que fueron conocidos como los gulags. El sistema de gulags comenzó su andadura en 1918 aunque fue ideado siguiendo el modelo de los campos forzados del imperio ruso. Y fue utilizada una compleja clasificación de los mismos en función de los delitos de los reos: así hubo campos ara delincuentes comunes, para prisioneros de la guerra civil rusa, para saboteadores, para enemigos políticos y disidentes…

Sobre estos gulags escribe magistralmente Monika Zgustova en su libro Vestidas para un baile en la nieve, donde desgrana las infinitas penalidades y atrocidades que vivieron (sufrieron) miles de mujeres no solo disidentes, sino también aquellas que tuvieron que penar ser las madres, las mujeres o las compañeras de intelectuales disidentes. Un castigo añadido que perseguía el aislamiento completo de todas aquellas personas bajo la sospecha de la disidencia. Svetlana Aleksiévich (Premio Nobel de literatura en 2015)  ha criticado de manera demoledora en toda su obra el experimento soviético y los centros de reclusión de lo que ella denominó el laboratorio comunista, centros en los que la entrada colgaba un cartel que decía “Con mano de hierro llevamos la felicidad a la humanidad”.

El nuevo régimen surgido de los soviets necesitó bien pronto contrarrestar la intelectualidad contraria y/o crítica con la Revolución y una manera eficaz que encontró fue el cine, accesible a todo tipo de público, a la gran masa que todavía no estaba alfabetizada. El cine se convirtió en el gran medio de persuasión que llegó a todos los rincones de las repúblicas soviéticas. Ejemplos como El acorazado Potemkin (1925) u Octubre (1928) de Serguéi Eisenstein (1898-1948); Los frutos del amor (1926) de Aleksandr Petróvich Dovzhenko (1854-1956); En el Frente Rojo (1920) de Lev Vladímirovich Kuleshov (18991970) y otros más. Precisamente Kuleshov colaboró en la creación de la primera escuela de cine del mundo (la Escuela de Cine de Moscú) donde trabajó como docente. Vsévolod Pudovkin (1839-1953) es otro de los grandes cineastas (de hecho se le considera, junto a Eisenstein como los más grandes cineastas soviéticos) produjo una trilogía La Madre (1926, inspirada en la novela de M. Gorki), El fin de San Petesburgo (1927) y Tempestad sobre Asia (1928), en donde se ensalza el proceso revolucionario en sus escenarios transcendentales. Otro cineasta fue Dziga Vértov (1896-1954), un fiel exponente de la corriente que se conocería como el realismo soviético. Este director abogó por incorporar actores no profesionales y rodar en escenarios vivos y naturales para poder mostrar al mundo la revolución proletaria desde ella misma.

Por otra parte, el Círculo de Escritores Proletarios (1928) y después la Unión de Escritores Soviéticos (1932), creado el primero por figuras como Maximo Gorki (1868-1936) y Alexander Tíjonov (1880-1956) y por el Partido Comunista de la Unión Soviética, el segundo, sirvieron para contrarrestar la creación de los intelectuales críticos y ensalzar los logros de la patria soviética. Los temas recurrentes de los literatos pro-soviéticos giraron en torno a la colectivización agraria, como la novela Campos roturados de Mijaíl Aleksándrovich Shólojov (1905-1984, recibió el Premio Nobel de literatura en 1965) o a la creación del hombre nuevo, como en la obra Así se templó el acero, de Nikolai Ostrovski (1904-1936), cuyo protagonista Pavel Korchaguin era el prototipo del hombre soviético. La lista de escritores pro-soviéticos es extensa también. Un ejemplo más, el de Nikolai Semiónovich Tíjonov (1896-1979) que ganó el Premio Stalin en 1942, 1949 y 1952, y el Premio Lenin en 1970. Tíjonov, junto a otros escritores soviéticos, participaron en el frente de Leningrado luchando contra las tropas nazis, con el arma de la escritura.

De todas formas, la formalización legal de la represión se produjo con el artículo 58 del Código Penal de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (que entró en vigor el 25 de febrero de 1927) y que permitía detener a las personas sospechosas de actividades contrarrevolucionarias. Esta formalización legal permitió también la inclusión de nuevas formas jurídicas delictivas como la de “enemigo de los trabajadores”, en su versión de “traidores” y de “saboteadores”.

El milenarismo soviético y la redención de la humanidad

En el ímpetu revolucionario de los soviets convergen paradójicamente muchos elementos compartidos con la tradición religiosa rusa e incluso con la adscripción ciega que el zarismo demandaba de sus súbditos-esclavos campesinos. El propio Dostoievski había abogado en repetidas ocasiones, a finales del siglo XIX, por una fraternidad universal de la que Rusia sería el centro expansivo.

La respuesta revolucionaria puede enmarcarse paradójicamente como una respuesta contraria a los avances impetuosos del recién estrenado siglo XX, un capitalismo industrial creciente, una burguesía adinerada que reclamaba poder institucional, y en el plano artístico, la efervescencia de toda una serie de vanguardias que atacaban directamente los preceptos básicos del prototipo ruso, vanguardias que conectaban con el siempre temido Occidente, lugar de donde venía la amenaza a la gran patria rusa.

¿La persistente lucha contra la modernidad occidental fue la amalgama que hizo posible que un campesinado mayoritariamente analfabeto y apolítico protagonizara la RR? Bien es cierto que sin la Primera Guerra Mundial y la masiva movilización del campesinado, no hubiera sido posible la rebelión, pero desde un punto de vista intelectual, la clave podría estar en el rechazo hacia esa modernidad impostada, rechazo en el que confluían los comunistas, la religión ortodoxa, los grandes terratenientes, la nobleza decadente y hasta el propio campesinado, cada uno, es obvio, con sus diferentes interpretaciones y objetivos. Sin embargo, pronto los bolcheviques fueron conscientes de que en un estadio más avanzado, la Revolución tendría que ser una revolución (también) contra los campesinos (Figues, 2017), carentes de conciencia política y defensores de tradiciones que no encajaban con la necesidad de industrializar el país de forma galopante. En consecuencia, la RR fue una doble revolución, contra las dinastías seculares, por un lado, y contra la masa campesina, por otro.

En este sentido es en el que las vanguardias, especialmente las literarias cuyo impacto podría ser mayor, fueron o bien instrumentalizadas (como el caso de algunos componentes del futurismo ruso, especialmente Vladímir Maiakovski) o bien perseguidas y tildadas de agentes occidentales al servicio del capitalismo.

La represión de los versos libres: el caso del acmeísmo

En los comienzos del siglo XX proliferaron los movimientos artísticos conocidos como vanguardias. Uno de ellos, circunscrito a la literatura y especialmente a la poesía, fue el movimiento acmeísta, de origen ruso. Entre sus miembros, destacaron nombres como Nikolái Gumiliov (1886-1921) (esposo de Anna Ajmátova), Anna Ajmátova (1893-1966) y Ósip Mandelshtam (1891-1938). Sin embargo, Serguéi Gorodetski (1884-1967), uno de los fundadores del movimiento, abrazó enseguida los postulados de la Revolución y fue considerado un poeta soviético. Muy en síntesis, desarrollaron un estilo poético opuesto al simbolismo ruso, y abogaron por una poesía directa, clara y sin artificios.

Inmediatamente fueron considerados enemigos del pueblo y de la Revolución, por lo que la gran mayoría fueron duramente represaliados y/o ejecutados, aunque algunos pudieron exiliarse a ciudades como París o Berlín desde donde siguieron apoyando un movimiento que ya a mitad de los años veinte era claramente inexistente. La Revolución lo aniquiló.

Ajmátova fue deportada y su marido Nikolái Gumiliov, fusilado. Sus respectivas obras fueron prohibidas, primero por el régimen zarista y posteriormente por el régimen soviético. Mandelshtam escribió el famoso Epígrama contra Stalin (“Vivimos sin sentir el país a nuestros pies / nuestras palabras no se escuchan a diez pasos. / La más breve de las pláticas /gravita, quejosa, al montañés del Kremlin…”). Su esposa, Nadiezhda Yákovlevna Mandelstam (1899-1980) tuvo una vida errante escapando de la represión. Memorizó prácticamente toda la obra poética de su marido y escribió Contra toda esperanza, un relato que describe la persecución de la disidencia intelectual a cargo de la Revolución y la degradación moral de la misma. Fue una de las pocas supervivientes de aquella generación que pudo ver en 1956 la exoneración de los cargos de los que se acusó a su marido, aunque su nombre y obra no fueron rehabilitados hasta 1987, siete años después de la muerte de Nadezhda. Mandelshtam, denunciado y arrestado en 1934, fue condenado a tres años de destierro en los Urales y deportado después a Kolymá, donde moriría en un gulag en 1938.

Su detención queda versificada por Anna Ajmátova en la introducción de su poemario Réquiem (escrito entre 1935-1940)[7]:

“De madrugada vinieron a buscarte.

Yo fui detrás de ti como en un duelo.

Lloraban los niños en la habitación oscura

y el cirio bendito se extinguió.

Tenías en los labios el frío del icono

y un sudor mortal en la frente. No olvidaré.

Me quedaré, como las viudas de los soldados del zar Pedro,

aullando al pie de las torres del Kremlin”.

Las vidas de todos estos autores y autoras tuvieron algo de previsible en lo que atañe a su situación respecto a la Revolución. No es que podamos afirmar esto con la perspectiva histórica que nos da el tiempo, sino que son sus propias palabras las que lo confirman. Al respecto, Nadiezhda Mandelstam reconoce que:

“La muerte de un artista no es una casualidad, sino el último acto creador que como un haz de rayos ilumina toda su vida. Mandelstam lo comprendió muy pronto, en la época en que escribió su artículo sobre la muerte de Skriabin. ¿Por qué se asombran de que los poetas prevean con tanta clarividencia su destino y sepan qué muerte les espera? El final y la muerte son elementos de la estructura de la vida, potentísimos, a los que se subordina todo lo demás. No hay en ello ningún determinismo, sino que debe considerarse, más bien, como una libre manifestación de la voluntad. Mandelstam condujo su vida de modo autoritario hasta el final que le acechaba, a la forma de muerte más extendida en nuestro país «en tropel y en manada»” (Nadiezhda Mandelstam, 2012: 252).[8]

Acabamos con una reflexión que ya se hacía Iván Bunin el 10 de febrero de 1918 y que suponía una especie de advertencia a las trágicas vidas que vivieron muchos intelectuales de su círculo más próximo:

“«Todavía es pronto para emprender un análisis desapasionado y objetivo de la Revolución rusa…». Esta frase la escuchas ahora en todos lados. ¡Desapasionado, dicen! En realidad, jamás se podrá hacer un análisis liberado por completo de pasiones. Y más: precisamente nuestro «apasionamiento» será de extrema utilidad para los historiadores del futuro. ¿O acaso las únicas «pasiones» que valen son las del «pueblo revolucionario»? ¿Qué hay de nosotros, entonces? ¿No contamos, acaso?” (Bunin, 2007: 18)[9].

En conclusión, como todos los acontecimientos históricos de gran calado, la Revolución bolchevique inauguró una nueva etapa histórica ya que por primera vez puso en práctica un sistema político basado en la dictadura del proletariado y que marcaría el devenir del movimiento obrero internacional, la política de emancipación de muchas de las colonias de los antiguos imperios europeos en todo el mundo, la Guerra Fría, la lucha por la conquista espacial… La Revolución supuso un cambio de las estructuras feudales del Imperio ruso a una Unión de Repúblicas que fueron industrializadas forzosamente y modernizadas según lo que podríamos llamar una variante autoritaria de la modernización. En el camino transcurrido, muchos fueron los represaliados para lograr el sueño soviético de generar un hombre nuevo, entre los que hemos escogido algunos intelectuales como acto de reparación.

 

[1] Fuentes, J. F. (2017). “De Lenin a Stalin. El triunfo del voluntarismo”. Revista Letras Libres, 193: 9-11.

[2] Declaraciones en El País, 5 de noviembre de 2017, página 10.

[3] Figes, Orlando (2009). Los que susurran: la represión en la Rusia de Stalin. Madrid, Edhasa.

[4] Ajmátova, Anna (2005). Réquiem. En El canto y la ceniza, pág. 41. Fragmento escrito posteriormente al Réquiem, el 1 de abril de 1957.

[5] Entrevista en La Vanguardia (03/06/2001 06:20 | Actualizado a 19/12/2008). http://www.lavanguardia.com/internacional/20010603/53596492212/todos-los-muertos-de-stalin.html

[6] De hecho, el marxismo propugnado por Lenin vendría a ser, en la teoría, la síntesis de la dialéctica entre el eslavismo (la defensa de la tradición rusa) y el occidentalismo (la apertura modernizadora), aunque en la práctica la Revolución Rusa tuvo más de continuidad de estructuras de dominación que de cambio.

[7] Ajmátova, Anna; Tsvetáieva, Marina (2005). El canto y la ceniza. Antología poética. Barcelona, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores.

[8] Mandelstam, Nadiezhda (2012). Contra toda esperanza. Memorias. Barcelona, Acantilado.

[9] Bunin, Iván (2007). Días malditos (Un diario de la Revolución). Barcelona, Acantilado.

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